jueves, 28 de junio de 2012

"Entreguerras" de J.M. Caballero Bonald



Entreguerras
J.M Caballero Bonald
Barcelona, Seix Barral, 2012

Hay un aspecto ineludible ya no solo de este libro, sino del poeta, el de concebir la poesía como una forma de vida, de modo que al mismo tiempo que surge de esta, la nutre, la guía. Sinceramente siento que es una tarea ingrata reseñar este libro, porque justamente su propósito, el de escribir unas memorias en verso -prefiero este término al de autobiografía- en gran medida se consigue, y el libro se vuelve inaprensible, disperso, inconexo, raro, en ocasiones, cansino, y en estos momentos, principalmente, es cuando de pronto vuelve a sorprender con un gran verso. Los mejores suelen ser aquellos que desentrañan una verdad, que parecen literalmente desenterrarla, de manera que la poesía se presenta también como un método de conocimiento. Y sin duda que solo gracias al lenguaje poético se llega a estas revelaciones, valiéndose de una amplísima gama de recursos, de un rico vocabulario, y sobre todo de paciencia para forjar con palabras aquellas sensaciones a veces rudimentarias de la vida diaria y convertirlas en una reflexión inteligente; ejemplos sobran: "soy el que fui cuando empecé a no saber lo que estaba haciendo", "que aún es posible corregir desde el presente el curso del pretérito", "esa promiscuidad del tiempo donde finge el azar sus tercerías", "soy aquel que aceptó ser derrotado con tal de no pecar de victorioso", "maldita sea la historia/que no aminora nunca sus pertrechos de enconos/ embelecos falacias/ se turbio registro de dictámenes que no son más que formas vengativas." Y podría seguir extrayendo ejemplos como estos toda la noche. Aunque Entreguerras no sigue un hilo argumental, los quince capítulos se dedican cada uno a un tema y eso queda meridianamente claro. Siempre hay momentos en los que el lector no debe tratar de "entender", la poesía de Caballero Bonald es a veces críptica, y como la de su admirado Góngora, esconde varias lecturas, pero esas otras lecturas que podrían escapar a quienes podrían no ir dirigidas, no tienen un propósito sectario, gremial, de contraseña, todo lo contrario, la parte autobiográfica, más íntima y personal, logra llegar al lector de manera que este, con libertad, pueda sacar de ella su propia interpretación y hacer de la lectura, de cada una de ellas, una lectura única, individual, intransferible. Ya en "Anotaciones de un viajero de paso", el prólogo a Summa Vitae, antología poética de Caballero Bonald de Jenaro Talens, leemos: "en la propuesta de Caballero Bonald nos encontramos con un modus operandi en el que la anécdota de la que parte el escritor (vivida, imaginada, leída o escuchada a un tercero, tanto da) funciona como si fuese el andamio en el que aquel se apoya para levantar su edificio y, una vez este en pie, se procede a desmontar las piezas, barras y tablones por innecesarios, dejando al lector solo frente a la obra, sin un libro de instrucciones para adentarse en su interior Y de hecho es ese desconcierto del visitante que no sabe qué territorio se va a recorrer, ni en qué orden, ni para llegar adónde, lo que constituye, a mi modo de ver, el mayor atractivo de la poesía del autor". Esta misma sentencia vale para Entreguerras, que goza de la fuerza de de una obra completa que a su vez nos invita a releer, yo lo he hecho estos días con Descrédito del héroe y Laberinto de Fortuna (Visor) o Manual de infractores (Seix Barral) y la Summa Vitae (Circulo de lectores) No veo por qué añadir lo que ya está en la nota del autor o resumir el argumento de cada parte o del conjunto, lo mejor es que lo hagan por ustedes mismos. Léanlo, imítenlo, aprendan, disfruten. EEU
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jueves, 14 de junio de 2012

Juan Vico. "Hobo"

"Esta novela tiene cuatro pilares: la música, el alcohol, el sexo y la culpa"
Entrevista en http://www.canal-l.com y Primer capítulo de la novela abajo:

Vídeo y fotografía: Ernesto Escobar Ulloa

miércoles, 13 de junio de 2012

Primer capítulo de la novela "Hobo", de Juan Vico



1

Alza la vista al cielo, hacia la bandada de cuervos que vuela en círculos sobre el algodonal, los observa, los vigila, los cuenta y los recuenta. Aunque las creencias de James Lunceford le impiden dar crédito a ese tipo de señales, comprende que el momento ha llegado. En efecto: apenas el sol comienza a rozar la línea del horizonte, un sombrero agitado en el aire reclama su atención mientras la noticia, saltando de boca en boca, salva con rapidez la distancia que le separa del mensajero. Sonríe y echa a correr.

La historia de la plantación Tackery se remonta a 1885, cuando el hijo de un general muerto durante la Guerra Civil decidió invertir todo su capital en la compra de unos vastos terrenos salpicados de bosques y pantanos, un escasamente atractivo pedazo de tierra virgen que se extendía treinta millas cuadradas a lo largo del río Sunflower, en pleno corazón del estado de Mississipi, en una zona conocida como la región del Delta. Con la obstinación del prototípico self-made man sureño, William Tackery taló robles, fresnos y cipreses, arrancó cañas y matorrales con sus propias manos, drenó centenares de acres hasta acondicionar su nueva propiedad y convertirla en un fértil terreno apto para el cultivo de algodón a gran escala.

La esclavitud había sido formalmente abolida con el fin de la guerra, pero los Códigos Negros promulgados por los legisladores del estado entre 1865 y 1867 dejaron sin efecto la mayoría de medidas destinadas a proporcionar los cambios necesarios para garantizar la libertad práctica de la población afroamericana. El sistema de las viejas plantaciones dio paso en poco tiempo a otro tipo de esclavitud, basada en la dependencia económica de los trabajadores respecto al propietario de los campos, quien cedía porciones de terreno, semillas y herramientas a cambio de un porcentaje abusivo de la producción obtenida de su cultivo. Con frecuencia el trabajador acababa el año debiendo dinero al terrateniente, lo que provocaba que su subordinación se perpetuase. La diferencia primordial entre la época de la esclavitud y el posterior régimen de trabajo consistía en la relativa autonomía de movimiento del arrendatario, ya que ahora podía mudarse de una a otra plantación sin excesivos problemas, siempre que las deudas no se lo impidiesen.

            La búsqueda de unas supuestas mejores condiciones laborales, de unas tierras más productivas o de un patrón menos inflexible, había llevado a James y a Anne Lunceford a trasladarse junto a sus cuatro hijos a la plantación Tackery allá por 1903. Los dos primeros años en su nuevo hogar transcurrieron sin demasiados sobresaltos, sin progresos significativos, sin penalidades que no fuesen ya conocidas: habían trabajado día a día, de sol a sol, habían engendrado a otros dos  niños, y cada domingo por la mañana se habían postrado para rogar una vida más justa.

A mediados de 1906, sin embargo, James Lunceford se vio envuelto en un turbio asunto, una disputa con unos vecinos de la plantación, los hermanos Dodds, que desembocó en una pelea de navajas a altas horas de la noche. No hubo ninguna víctima mortal, pero James creyó oportuno marcharse durante una temporada para evitar represalias por parte de la imprevisible justicia de los blancos. Durante tres o cuatro meses permaneció en una pequeña localidad próxima a Memphis, esperando a que las cosas se calmaran en Tackery, trabajando en lo que salía y enviando cuando era posible algo de dinero a casa.

Sábado por la noche, principios de julio, un calor pegajoso cubre las tierras del honorable William. Gran parte de los hombres y mujeres jóvenes de la plantación beben, ríen y bailan, bromean y se provocan, se seducen o se pelean en alguna de las numerosas fiestas improvisadas en sus alrededores. En la cabaña de la familia Lunceford, en cambio, se congrega un reducido número de personas expectantes ante un acontecimiento bien distinto al de los juke joints semanales. La partera llega al fin, el nuevo hijo de la familia va a nacer de un momento a otro. No se trata, por demás, de un parto cualquiera, sino del alumbramiento del séptimo hijo de un séptimo hijo, circunstancia que, según la tradición, augura una vida excepcional al ser que está a punto de llegar al mundo. Siete minutos después de la medianoche, recién inaugurado el 7 de julio de 1907, un bebé pequeño y de piel algo clara irrumpe en la vida de los Lunceford con un grito desgarrador que enseguida da paso a un llanto más pausado, pero igualmente penetrante, prolongado con intermitencias a lo largo de toda la madrugada.

Apretones de manos y abrazos, risas, frases hechas y gracias al cielo. Luego los vecinos van volviendo a sus casas poco a poco. Anne hace rato que duerme exhausta por el esfuerzo, los niños se resisten a acostarse, aunque al final ceden. El padre sigue despierto, fumando junto a la puerta de la cabaña, desviando la vista a menudo hacia su mujer y hacia el pequeño, que ahora mismo también está dormido. Por muchos hijos que se tengan, piensa el bueno de James, uno sigue emocionándose como la primera vez.

En esta ocasión, no obstante, a la ternura y al orgullo se le ha sumado un compañero indeseable, un fantasma alimentado por ciertas habladurías que ha venido acechándole durante los últimos meses para darle alcance justo ahora. Chismes que conciernen  a su temporada en Memphis o, más bien, a lo que pudo haber ocurrido en el hogar durante su ausencia, cuando Anne y sus dos hijos mayores, absolutamente desbordados por el trabajo, procuraban recibir toda la ayuda posible en las tareas de recolección, en algunas ocasiones por parte de jornaleros de paso, en otras por parte de algún vecino compasivo. Según esos rumores, Nathan Henderson, patriarca de una conocida familia de músicos locales, y cuyos hijos ilegítimos, según se dice, se cuentan por docenas, no habría tardado en aparecer por allá para ofrecer, en sus propias palabras, la ayuda de una espalda fuerte a tan bella dama. Ayuda desinteresada, por supuesto, la de un buen vecino y mejor cristiano.

James ha buscado y rebuscado en el rostro del recién nacido cualquier rasgo que le recordara a sí mismo. Por desgracia, no sabe con seguridad si su mujer estaba ya embarazada cuando él regresó a Tackery, nueve meses atrás. Con ese pensamiento atormentando su mente, alza la vista para descubrir una enorme luna llena apareciendo tras una nube y, tras velarla de nuevo con el humo de una última bocanada, quedarse mirándola fijamente, como si sólo ella pudiera ofrecerle una respuesta.

 Juan Vico © 2012 Queda prohibida su reproduccióny distribución sin el consetimiento del autor

Juan Vico (Badalona, 1975) es licenciado en Comunicación Audiovisual y máster en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada. Ha publicado los libros de poemas Víspera de ayer (Pre-Textos, 2005) y Still Life (UAB, 2011), así como los cuadernos Gozne (2009) y Densidad de abandono (2011). Colabora con artículos sobre literatura y cine en diversas revistas culturales. Hobo es su primera novela.

lunes, 11 de junio de 2012

"La civilización del espectáculo" de Mario Vargas Llosa


La civilización del espectáculo
Mario Vargas Llosa
Alfaguara, Madrid 2012

Antes de nada convendría señalar la admiración que siempre me ha merecido Mario Vargas Llosa, tanto como novelista, ensayista, y como intelectual. Es en la tercera de estas facetas donde recaería mi admiración más por la persona que por el escritor profesional. Esto se basa en la autenticidad de sus opiniones, dictadas por la independencia, a diferencia de la marea de pseudointelectuales que prefieren alquilarla al servicio de las causas justas, aquellas sobre las que no hay voces discordantes, con el fin de crearse una imagen invulnerable, siempre a salvo de las consabidas etiquetas a las que se arriesgan los que dicen lo que realmente piensan en circunstancias donde hay que jugársela. Es alto el precio que se paga. Un buen ejemplo es Albert Camus, cuyos artículos y ensayos, pese al paso del tiempo, mantienen hoy una vigencia asombrosa.

            Quería hacer esta introducción porque con La civilización del espectáculo, en general, son más las discrepancias que las avenencias. Solo mi admiración por el personaje me lleva a tratar de comprender su punto de vista, respetarlo y publicar mis propias ideas al respecto.

            En mi opinión, los mayores defectos que encuentro en el libro son su dispersión, su falta de coherencia interna y una tendencia a generalizar, lo que evidencia una especie de temor atávico por un enemigo ilocalizable, por un fantasma. Vargas Llosa es implacable y riguroso cuando identifica claramente al enemigo y sus dogmas, léanse, por ejemplo, sus memorias El pez en el agua. O cuando celebra sus amores literarios, La orgía perpetua o La verdad de las mentiras. Pero es errático, disperso y generalizador cuando lo que pretende denunciar se sitúa en la parcela de sus aversiones, y ahí tenemos La utopía arcaica o el libro que hoy nos toca.

            Para empezar, parte importante de la bibliografía debió servir para sustentar ideas de fondo a lo largo del libro, y no para servir de base sobre la que se asiente gran parte de la argumentación. Al tratarse de un ensayo debería más bien dialogar con otros ensayos contemporáneos sobre el tema. Pero el libro se inicia pasando revista a "algunos de los ensayos que en las últimas décadas abordaron este asunto". ¡Las últimas décadas!: Notes Towards the Definition of Culture de T.S. Eliot ¡es de 1948! A continuación se ocupa de la respuesta a dicho ensayo: In Bluebeard's Castle. Some Notes Towards the Definition of Culture de George Steiner, publicado hace más de 40 años, en 1971. Con el primero, defiende el concepto de "jerarquías culturales" como única manera de garantizar la calidad de la alta cultura. Y se sirve del segundo para denunciar el peligro que corre la cultura al replegarse al ámbito académico y retirarle así poder a la palabra, cediéndoselo a la imagen o la música. Seguidamente se ocupa de La societé du Spectacle de Guy Debord ¡de 1967! para imputar al capitalismo la conversión de la producción cultural en una mera mercancía, proceso que hace de la vida una pura representación.  El siguiente ensayo que aborda es por fin contemporáneo, La cultura-mundo. Respuesta a una sociedad desorientada de Gilles Lipovetsky y Jean Serroy (2010),  del que destaca ideas como el surgimiento de una cultura de masas global, la entronización de la pantalla como su canal principal y la capacidad de esta para promover un individualismo salvaje. Finalmente, con Cultura Mainstream de Fréderic Martel (2010), esboza prácticamente la idea central del ensayo: "La inmensa mayoría del género humano no practica, consume ni produce hoy otra forma de cultura que aquella, que antes, era considerada por los sectores culturales, de manera despectiva, mero pasatiempo popular, sin parentesco alguno con las actividades intelectuales, artísticas y literarias que constituían la cultura. Ésta ya murió, aunque sobreviva en pequeños nichos sociales, sin influencia alguna sobre el mainstream." ( ) "La cultura es divertida y lo que no es divertido no es cultura."

            No comparto el concepto de "jerarquías culturales" que sí comparten muchos autores jóvenes, como Volpi, Gamboa o Carrión, que abogan, por ejemplo, por una crítica literaria que "jerarquice", "cribe" y finalmente "guíe" al lector hacia la buena literatura dentro de la vorágine del mercado. Primero, no veo por qué la crítica dejaría de hacer algo que siempre ha hecho (según Vargas Llosa esa era la crítica de "nuestros abuelos y bisabuelos") y segundo, creo que deberían ser los propios lectores (y en gran medida lo son) los que, gracias a su educación básica, sepan distinguir ellos mismos la literatura con mayúsculas de la comercial. Respecto a que la palabra haya cedido lugar a la imagen, esto depende mucho de los soportes de los que estemos hablando, si se trata de los libros o el libro electrónico, estamos muy lejos de que esto suceda o haya sucedido de un modo preocupante. La prueba es que críticos como Vicente Luis Mora no se lamentarían del rechazo que suscita aún hoy compaginar imagen y palabra.

            Probablemente haya un repliegue de la cultura al ámbito académico, pero resulta espinoso demostrarlo, sobre todo cuando uno vive en la turbulenta actualidad, "selva promiscua" en palabras del autor. Según Vargas Llosa, el vacío dejado por la desaparición de la crítica ha permitido que, insensiblemente, lo haya llenado la publicidad. Tampoco me parece que esto sea del todo cierto. Si hablamos de España, existen muchos medios serios, y algunos de masas, en donde se hace crítica con seriedad, pero además, los hay en Internet. Como recalca Jordi Gracia, en su excelente ensayo El intelectual melancólico, nunca la alta cultura ha gozado de tanta atención de parte de los medios, medianos y pequeños, incluso minúsculos, como podrían ser los blogs. Por otra parte, el asunto de haberse vendido la cultura a los "vaivenes del mercado", si tiene algún culpable, ¿no es acaso el liberalismo económico que con tanta convicción ha defendido el autor? Que conste que sigo compartiendo gran parte de la ideología, pero no cabe duda de que aquí deberíamos empezar por la autocrítica. La crisis de valores que afectaría a la cultura y que sin duda es culpable de la actual crisis financiera, ha sido en gran medida gestada por ese entusiasmo y confianza ciega en el mercado del que hemos pecado los liberales. Sin embargo, ni una línea al respecto en todo el libro.

            Otra de las críticas se dirige hacia el olvido que incentivan la música, los conciertos multitudinarios y los deportes de masas. Totalmente en desacuerdo. Qué duda cabe de que el fútbol y los conciertos (de cada vez menos intérpretes) llegan a ser multitudinarios, pero si fomentan el olvido este no traspasa las barreras temporales en los que estos espectáculos tienen lugar. No diría que Javier Marías, que es madridista, ni Juan Villoro, culé, conforman el grupo de los desmemoriados por su afición al fútbol. Ni que al escritor chileno Roberto Bolaño, que escuchando heavy metal a todo volumen creó una obra que el propio Vargas Llosa ha elogiado, se le pueda acusar de amnésico.

            Ahora, parcialmente de acuerdo con estas líneas: "el intelectual se ha esfumado de los debates públicos, por lo menos de los que importan. Es verdad que todavía algunos firman manifiestos, envían cartas a los diarios y se enzarzan en polémicas, pero nada de ello tiene repercusión seria en la marcha de la sociedad, cuyos asuntos económicos, institucionales e incluso culturales se deciden por el poder político y administrativo y los llamados poderes fácticos, entre los cuales los intelectuales brillan por su ausencia." No dudo de que esto sea en parte cierto, sobre todo si viene de alguien que ha llegado a ser candidato a la presidencia del Perú, "el oficio más peligroso del mundo" (El pez en el agua, 1993)  Es verdad que lo que antes denominábamos "intelectual comprometido" es hoy una figura que escasea en la comunidad literaria, que si aboga por un compromiso este se ha de practicar con la obra y no fuera de ella, y menos a manera de participación pública en la arena política. Tal vez esto se deba a que la juventud asocia la imagen de intelectual con la caspa y la polilla, lo cual a mí también me parece un error. Muchos de los escritores jóvenes, si participan, rara vez lo hacen en terrenos polémicos. Como he dicho antes, se manifiestan cuando poco está en juego, por ejemplo, denuncian la violencia, los recortes, los toros y cosas sobre las que hay un acuerdo al menos en la comunidad intelectual. Y eso que Vargas Llosa no está en las redes sociales, donde muchas de dichas manifestaciones suelen practicarse a través del cinismo, la broma y la frivolidad. El resto es echarse caspa a los hombros. Pero de ello son culpables algunos intelectuales también, por ejemplo Gunter Grass, cuyos desaciertos y extravíos los lleva a veces a defender y decir barbaridades. El mismo Vargas Llosa defendía la lucha armada en sus años revolucionarios. Lo cual demuestra que tampoco en esa época se les hacía mucho caso a los intelectuales.

            El mejor capítulo es el titulado "Prohibido prohibir", que localiza de manera más acertada un enemigo: los intelectuales surgidos tras el mayo del 68, como Derrida, Foucault, Barthes, Lacan, Kristeva: "No es de extrañar que, luego de la influencia que ha ejercido la deconstrucción en tantas universidades occidentales (y, de manera especial, en los Estados Unidos) los departamentos de literatura se vayan quedando vacíos de alumnos, se filtren en ellos tantos embaucadores, y que haya cada vez menos lectores no especializados para los libros de crítica literaria". Es en estas páginas donde Vargas Llosa desarrolla y contagia mejor sus convicciones. Si el ensayo se hubiera centrado y ordenado en torno a ampliar las zonas de las que habla este capítulo sin duda hubiera sido más acertado. Y brillante. "Responsabilidad e inteligibilidad van parejas con una cierta concepción de la crítica literaria, con el convencimiento de que el ámbito de la literatura abarca toda la experiencia humana." Y continúa: "si se piensa que la función de la literatura es solo contribuir a la inflación retórica de un dominio especializado de conocimiento, y que los poemas, las novelas, los dramas proliferan con el único objeto de producir ciertos desordenamientos formales en el cuerpo lingüístico, el crítico puede, a la manera de tantos postmodernos, entregarse impunemente a los placeres del desatino conceptual y la tiniebla expresiva." Sin duda, el alejamiento de la alta cultura del gran público se debe en grandes dosis al uso del lenguaje de la contraseña, de la erudición aislada, de la especialización como camino a lo ininteligible. En un mundo donde la imagen es crucial, correr a buscarse una con glamour puede explicar esta actitud.

            De todos modos, no veo que conexión pueda tener esto con el fenómeno del espectáculo. También encuentro forzado hablar de religión, prensa rosa y erotismo, estas páginas sobran, son redundantes y a veces machaconas. El lector se acaba preguntando quiénes son los culpables del desbarajuste, si la televisión, la prensa, los intelectuales, todos. No queda nada claro.

            En el capítulo "Cultura, política y poder" a las opiniones solo las sustenta el fraseo y no unas pruebas, unas estadísticas, una bibliografía, unos ejemplos sólidos. ¿Es cierto que hay un desgaste de la honestidad política? ¿No será que hoy están más expuestos al ojo público de unos ciudadanos más exigentes y mejor informados?  Sobre el periodismo escandaloso, Vargas Llosa afirma: "No hemos llegado a esta situación por las maquinaciones tenebrosas de unos propietarios de periódicos o canales de televisión ávidos de ganar dinero, que explotan las bajas pasiones de la gente con total irresponsabilidad. Esta es la consecuencia, no la causa. ( ) La raíz del fenómeno está en la cultura. Mejor dicho, en la banalización de la cultura imperante, en la que el valor supremo es ahora divertirse y divertir, por encima de toda otra forma de conocimiento o ideal. La gente abre un periódico, va al cine, enciende la televisión o compra un libro para pasarla bien, en el sentido más ligero de la palabra, no para martirizarse el cerebro con preocupaciones, problemas, dudas. ( ) ¿Y hay algo más divertido que espiar la intimidad del prójimo, sorprender a un ministro o un parlamentario en calzoncillos, averiguar escándalos sexuales de un juez. ( ) La prensa sensacionalista no corrompe a nadie, nace corrompida por una cultura que, en vez de rechazar las groseras intromisiones en la vida privada de las gentes, las reclama." Todas estas opiniones, como digo, sería bueno que fueran sustentadas por unos datos, puede que sean verdaderas pero da la impresión de que se mezclan papas con camotes. Recuerdo que sobre el escándalo Levintsky, Vargas Llosa explicó que los medios estadounidenses hacían bien en sacar los trapos sucios del presidente Clinton. Que los políticos estén bajo el ojo público es sano y lo es más que puedan ser atacados, incluso por las maneras menos serias, las que apelan al humor y a veces a la vulgaridad, porque estas ponen a prueba mejor que las otras el genuino derecho ciudadano de ejercer la libertad de expresión, la sátira de la Roma imperial es esencialmente hija de esta actitud.

            El espectáculo parece no ser realmente el fantasma, sino la sábana que lo cubre. El fantasma que asusta a Vargas Llosa no es otro que este nuevo mundo en el que la democratización de la cultura no es lo que los hombres y mujeres de su generación soñaron, sino algo más burdo y vulgar, exento de refinamiento, irrespetuoso con la autoridad, penosamente frívolo, sumamente vertiginoso y acumulador, lleno de deficiencias y vacíos, y cuyos productos más que nacer se abortan en la vorágine del mercado y el ritmo frenético del capitalismo salvaje, un objeto, un artefacto, que en lugar de convicciones solo trasmite incertidumbres, poses y embustes con una grosería que no tiene límites. Pero solo ver ese lado es volverse presa de la ceguera, el pesimismo y la nostalgia. El problema sí tiene solución, y consiste en mirar también al otro lado, aquel en donde mucha cultura se hace con rigor, y sus hacedores ejercen su derecho a elegir por ellos mismos, a discernir y consumir lo que sí vale la pena, que no es tan poco como algunos piensan, y a fomentar un pensamiento crítico y autocrítico, y seguir dando batalla anteponiendo un compromiso ético y una opinión propia, cueste lo que cueste. Entiendo que este es el propósito del libro, lo leo entre líneas pero no de manera clara y desembozada, y lo lamento, porque la pluma de Vargas Llosa habría sido muy útil para hacer frente al problema. Y aún no estoy tan seguro de que, al menos por los comentarios que ha suscitado, no lo haya sido. Ernesto Escobar Ulloa https://twitter.com/#!/escobarulloa